Salvo en momentos muy especiales de masificación grupal en los que, el caldeamiento afectivo del grupo alcanzan los niveles de fusión activa (acción) o pasiva (pasión), los grupos se mueven generalmente siguiendo la ley que estamos describiendo.
Este fenómeno grupal llamado «Ley de Tercios» es el que asegura el desarrollo democrático de un grupo y devuelve al líder (cuando se lo sabe observar). La retroalimentación sapiencial del inconsciente grupal, tan necesaria para comprobar si la propuesta desde el liderazgo ha sido adecuada o inadecuada.
Si desde el rol de liderazgo se logra 1) mantener el tercio en atracción; 2) persuadir al tercio indiferente; 3) conducir al tercio oponente; se obtendrá entonces el movimiento de todo el grupo hacia la meta, señal que la propuesta y su conducción fueron adecuadas. Si el tercio oponente, en cambio, logra persuadir al tercio fluctuante, cabe la posibilidad que la propuesta haya sido inadecuada, o, si fue adecuada, que haya sido efectuada fuera de timing, lo cual es siempre un error de conducción.
En esto mismo se basa además, nuestra capacidad de adecuación situacional y vital; otro de los temas caros a Moreno (véase adecuación). Es que los seres humanos (según la concepción jasídica, que sostiene todo el ideario moreniano) somos, al mismo tiempo, hijos del hombre (semillas de humus y hebras, del manto de la tierra) e hijos de Dios (Chispas de estrella, que procede del cielo). Nuestra libertad entonces, también presentará dos vertientes: nuestro libre albedrío (que es la libertad de nuestra personalidad yoica, jugada desde nuestra conciencia racional) y nuestra libertad interior (que es la de nuestro espíritu y se juega desde la rectoría íntima o, dicho de otro modo, desde nuestra mismidad más profunda).
No siempre estas dos vetas de libertad corren parejas y, en esto se basa nuestra capacidad de coherencia (esa impecabilidad de «ser sí mismo», a pesar de las naturales imperfecciones y muy humanas contradicciones). La libertad de ser auténtico, desarrollando al máximo las propias potencialidades interiores (ni lo que los otros nos exigen, ni lo contrario de lo que esperan de uno; sino auténticamente «sí mismo»). Nada más, ni nada menos, de lo que está al propio alcance, aprovechando las cualidades que Dios le ha dado a cada cual). Precisamente el libre albedrío, (según enseñan los filósofos, en sus tratados de ética), es la capacidad (propia de hombre) de decidir (escoger entre esto o aquello). Podemos ejercerla para bien o para mal (podemos elegir lo que es bueno para nuestro crecimiento y el bienestar de nuestra vida, así como podemos inclinarnos por lo que no lo es tanto). Ahora bien, nos es posible a los hombres elegir, gracias a nuestra muy humana facultad de poder decir «no» (momentáneamente) a nuestras ganas (impulsos, necesidades, caprichos, berretines o «hambre de actos», como diría Moreno). Cada «sí» nuestro, para ser verdadera expresión de libertad, tendría que ser algo así como, un segundo «no» al primero, por más espontánea y súbita que nos parezca cualquier positiva decisión. Lo cierto es que, demasiadas veces, no coinciden nuestra libertad profunda (la del alma) con nuestro libre albedrío (la de nuestra personalidad). Entonces los caprichos y los berretines (tan propios de nuestra humana condición de incompletitud, que nos da tanta hambre y sed), nos tironean al máximo, precisamente para demostrarnos lo que todavía no está integrado dentro de nosotros. Es que hace falta mucha madurez para estar en condiciones de poder equilibrar nuestros impulsos y nuestras pasiones, con la auténtica órbita de la interioridad. ¡Y para ser maduros, hay que andar!.Mientras caminamos por los laberintos de nuestra vida, solemos ir dando tumbos entre aciertos y desaciertos y hay que saber aprender tanto de las victorias como de las derrotas (generalmente solemos capitalizar mucho mejor nuestros errores y fracasos que los logros y los éxitos de nuestros aprendizajes). Solo ejerciendo la madurez emocional y la paz interior, alcanzamos la verdadera libertad y la sabiduría. Esto consiste en la aceptación de que (básicamente) somos viajeros. Venimos a este mundo para aprender a soltar y salir permanentemente; primero del vientre de la madre; después de su regazo y de sus faldas; más tarde de la familia; luego de la barra; más adelante, también de las ideologías y finalmente (cuando ya hemos logrado una visión propia del mundo en el que nos ha tocado vivir), también tenemos que salir de este mismo mundo. Los seres humanos logramos nuestra verdadera libertad, cuando entendemos, que el único momento en el que los hombres tenemos verdaderamente poder es en el presente (nuestro «aquí y ahora»), que el pasado es puro tesoro (un gran capital de experiencias, incluso las de nuestras faltas, inquietudes y errores) y el futuro es pura posibilidad. Tenemos que aprender a desaferrarnos de las cosas pendientes (que nos atan al pasado) y no tenerle tanto miedo, ni ponerle tantas expectativas al futuro. Con demasiada frecuencia le tenemos demasiado miedo a nuestras fallas y yerros. Nos cuesta comprender lo que suelen decir los sabios: «No hay error que no contenga acierto; ni acierto que no contenga error». A veces, nos quedamos fijados en la indecisión (con tal de no equivocarnos); sin darnos cuenta, que es mejor cualquier equivocación (de la que siempre es posible aprender algo, al fin de cuentas). que mantenernos en la indecisión (esa aparente quietud llena de tormentos y generadora de Angustias y malogro). Por otra parte, «no elegir» es (en última instancia) una decisión también. Es nada más ni nada menos que: «elegir no elegir», lo cual ( casi siempre) resulta ser lo menos adecuado (y lo que más nos frena en la vida. En general, sobre los finales de la existencia, uno termina por lamentarse (casi siempre), por aquello por lo que no se atrevió casi nunca, por lo se jugó entero. Ahora bien, todo esto que tanto nos ata (impidiéndonos libertad, espontaneidad de movimiento y creatividad), son (general mente) nuestros miedos y los sentimientos de culpa. Es que la culpa (véase) es una pasión básica del hombre (tan primaria como el deseo). Y precisamente sobre el deseo y las culpas se sustentan todos nuestros miedos y fascinaciones (los profundos desafíos de nuestra libertad). Es que toda culpa potencialmente activa (por no ser suficientemente trabajada, elaborada y comprendida), puede reactivarse, ante determinadas situaciones vitales, desde lo más latente de nuestra profundidad. Es más, la realidad siempre nos propone algunos laberintos, para despertar estas pasiones tan básicas. La vida permanentemente nos pone a prueba en nuestra verdadera libertad para ofrecernos el crecimiento, en nuestro camino de transformación). Cada vez que se nos reactualiza alguna culpa entonces (nos demos cuenta o no de ello), es que se ha despertado también, dentro de nosotros, algún miedo infantil (basado en esa misma culpa). Suele ser cosa de niños esperar algún castigo (conocido), para poder hacer las paces con las culpas interiores o, terminar con el juicio y el enojo de los adultos. El máximo terror infantil suele aparecer, cuando el castigo esperado no sobreviene … (esto suele aumentar más y más la culpa; porque cuanto más interminable es la espera, más grandes serán los miedos (el miedo mayúsculo es el que se va acumulando en la interminable espera de algún castigo desconocido, postergado y amenazador). Así como los miedos, muchas otras pasiones se sostienen en estos sentimientos latentes de culpa: los celos, las envidias y el rencor (por ejemplo). Por esto mismo, en cuestiones de libertad coartada, es importante considerar la culpa como algo raigal y habrá que ir a buscarla (si uno quiere «darse cuenta» de lo que le está frenando a uno la libertad. Somos libres solo cuando descubrimos nuestras sombras interiores y nuestros profundos sentimientos de culpa. Tales frenos únicamente pueden ser elaborados y resueltos, cuando logramos transformarlos en valores (su otro polo correspondiente): el valor de nuestra auténtica responsabilidad.
El primer paso para esto es comprender (con dolor demasiadas veces). Cuanto más grandes son las verdades, que nos vienen desde lo sombrío interior, más suelen dolernos. Reconocerlas y aceptarlas, es todo un proceso al principio; luego (poco a poco), las cosas pueden hacerse más sencillas e incluso divertidas. Reconocernos tan niños (en el fondo), puede despertar nuestro humor, lo cual es de por sí ya, una forma notable de conectarnos con el amor. Sonreírnos de nosotros mismos, puede enseñarnos a querernos de veras (cada vez más auténticamente) y el amor es fuente de verdadera libertad. Para tener una idea de lo complejo que es todo esto, recordemos lo difícil que es, para nosotros, perdonar y (todavía mucho más) perdonarnos a nosotros mismos. (Nuestras culturas, tan culpógenas, no nos ayudan mucho en esto). La mayoría de las veces solemos andar (o quedarnos) por el mundo, cargados de culpas y desconfiados, evitando o, esperando castigos. Al destino, la suerte, los otros, los sistemas, el mundo, la nada, la muerte, la vida o, al mismísimo Dios, endilgamos el trabajo de premiarnos o de castigarnos, (de perdonarnos o de cobrarnos las deudas). Nos cuesta darnos cuenta, que somos nosotros mismos (oscuramente, desde lo más hondo de nuestra omnipotencia infantil) quienes (creyéndonos dioses) nos juzgamos sordamente a nosotros mismos; así como solemos graciosamente juzgar a los demás. Entonces junto a la pérdida de nuestra soberanía, esfumamos también nuestro bienestar y nuestra alegría; adulteramos nuestra espontaneidad; mellamos nuestra creatividad y malgastamos nuestra energía vital. Para lograr ser «sí mismos», hay que aceptar los obstáculos y desafíos de nuestras circunstancias; enfrentar sus propuestas de transformaciones y abrirse al crecimiento y al aprendizaje (que siempre nos espera en la vida). Jugarse en libertad es ser responsable con uno mismo y con los demás. Nuestra libertad (desde el punto de vista jurídico) termina donde comienza la libertad del otro, ya que somos libres, mientras aceptemos el equilibrio entre nuestros derechos y nuestras obligaciones. En este principio ético se basa nuestra responsabilidad. Sin embargo, esto de la responsabilidad, suele ser muy difícil de ver (tanto que puede confundirnos). Demasiadas veces aquello que consideramos responsabilidad, es en verdad, culpógena hiper responsabilidad. Los seres humanos nos movemos generalmente, entre irresponsabilidad e hiper responsabilidad. Demasiadas veces en la vida, ciertos actos (que creemos responsables) en realidad nos pesan. Cuando comprendemos que la verdadera responsabilidad siempre da alegría, entonces podremos darnos cuenta que, cada vez que el esfuerzo para cumplir nos está sacando suspiros, es señal que la responsabilidad (en ese preciso instante) brilla por su ausencia. En el mismo momento se habrá perdido también, el sentido auténtico de creatividad, espontaneidad y libertad, ya que no puede haber una sola de estas cualidades, sin todas las demás … y cada una de ellas, cuando son verdaderas, dan alegría. Siguiendo el pensamiento de Pietro Prini (filósofo italiano contemporáneo), son dos los tipos de alegría, que puede depararnos el ejercicio de nuestra propia libertad: 1º la alegría de sedación (que sentimos cada vez que nos otorgarnos algo que realmente necesitamos) y 2º la alegría de autorrealización (aquella otra vivencia, que surge de lo más profundo del alma, cuando superamos alguna situación sumamente difícil, dándonos cuenta luego de haber logrado (en realidad) una victoria íntima. La superación de alguna de nuestras propias contradicciones. Todos los procedimientos dramáticos, propuestos por Moreno, buscan desdramatizar la vida y tienen como finalidad: aprender a soltarse de las cosas pendientes del pasado; dejar de tener tanta inquietud con respecto al futuro; dejarse fluir en la autenticidad de cada momento; dejar de vivir tan trágicamente el dolor y la tristeza (aceptando sus pruebas y sus enseñanzas), para recobrar la propia libertad y disfrutar de sus oasis de alegría (en los momentos en los que nos es dado alegrarnos).
Partimos del concepto de que todo, absolutamente todo, sucede en algún lugar (locus). Aún los elementos abstractos como las matemáticas, símbolos en su estado más puro, son un pensamiento cuyo locus es el cerebro humano. Tiene también una matriz o raíz y origen de hecho, y un status nascendi, o proceso de desarrollo del mismo.
Cuando una pareja nos presenta un conflicto, éste será el que, disponiéndonos a investigar donde se produjo, o el conjunto de factores condicionantes, pero no determinantes, cómo y por qué se produjo, o el conjunto de factores determinantes, y cuándo fue desenvolviéndose en su dimensión temporal. Si nos referimos al vínculo en el cual deseamos operar, buscaremos estos parámetros para comprender las razones de las conductas defensivas que lo empobrecieron.
Una vez localizado el conflicto, el objetivo terapéutico está en investigar el locus para operar en la matriz; esta última es una instancia operativa única. No se puede alterar el estímulo, pero podemos modificar las respuestas, si estas respuestas son empobrecedoras del vínculo, trataremos de encontrar alternativas. Generalmente se tiende a no aceptar la responsabilidad frente a las respuestas a los estímulos, colocando el énfasis en éstos, como si no se los hubiese generado. Si el terapeuta no estuviere suficientemente alerta, las sesiones se convertirán en una larga letanía. Pero si comprende que el foco está en la respuesta, dejará que surja la toma de responsabilidad: el paciente genera una respuesta: si él la ha originado, él puede modificarla. Para lograr este objetivo es fundamental la comprensión de los parametros locus, matriz y status nascendi (Ver Locus, ver Matriz, ver Status Nascendi).