Este mismo rol, de potencial, comienza el camino de la emergencia (Ver rol emergente) en el juego que la misma niña desarrolla manifiestamente con sus muñecas.
El llanto de un niño promueve auténticamente, en toda mujer (no solo en la madre) la tensión de sedarlo. Esta exigencia infantil caldeará en toda mujer el acto complementario a la negación o la represión del mismo, pero siempre caldeará algo. No hay manera de desengancharse de tal propuesta, cargada de «hambre de actos» (Ver Hambre de actos).
Pues todo ser que sufre necesita (y a veces clama) cuidado, lo que moviliza promotoramente, en los demás, la necesidad complementaria de socorrerlo y sedarlo. Ahora bien, cuando estos roles se exacerban patológicamente en la vida, aparecerán entonces bajo la forma promotora (inauténtica) propia de la conducta enferma (neurótica, psicopática o psicótica). En estos casos, la fuerza promotora será también tan exigente que, para desengancharse de ella, la única salida será «darse cuenta», porque: tanto si se cae en su manejo de manera complementaria satisfaciéndolo, como si se entra en el antagonismo de no querer sedarlo, de cualquier manera uno queda siempre involucrado situacionalmente en sus exigencias.
De sus dos acepciones: 1) aquel que agoniza «in illo tempore» y 2) «aquel que actúa originariamente», se mantiene vigente la segunda por su funcionalidad específica en la teoría de los roles (Ver) y por su utilidad instrumental en los procesos metodológicos que se basan en ella.
La primera acepción, en psicodrama, sigue siendo útil para aludir al «niño herido» que latentemente sufre, y que suele aflorar en las escenas nucleares conflictivas (Ver) que se despliegan en el escenario psicodramático.
En el «modelo evolutivo de la teoría de los roles» son actos protagónicos aquellos que ejecuta, ejerce y juega el niño, cada vez que está emergiendo en estas nuevas conductas durante su proceso de identidad y su posterior desarrollo integrativo en vincularidad.